RELATO FANTÁSTICO
- adriana marcela
- 16 mar 2016
- 10 Min. de lectura
Y contestó Hassán: "¡No soy un Efrit, sino tu protegido Hassán Al-Bassri! ¡Y vengo a libertarte!" Y diciendo estas palabras, se quitó su gorro mágico y dejóse ver y reconocer. Y exclamó la vieja: "¡Ah! ¡Desgraciado de ti, infortunado Hassán! ¿Acaso no sabes que la reina se ha arrepentido ya de no haber hecho que te dieran la muerta.
Ninguna frase pudiera haber sorprendido tanto a Gil Gil como la que acababa de escuchar: -¡Hola, amigo! Él no tenía amigos. Pero mucho más le sorprendió la horrible impresión de frío que le comunicó la mano de aquella sombra, y aun el tono de su voz, que penetraba, como el viento del polo, hasta la médula de los huesos. Hemos dicho que la noche estaba muy oscura... El pobre huérfano no podía, por consiguiente, distinguir las facciones del ser recién llegado, aunque sí su negro traje talar, que no correspondía precisamente a ninguno de los dos sexos.
Lleno de dudas, de misteriosos temores y hasta de una curiosidad vivísima, levantóse Gil del tranco de la puerta en que seguía acurrucado y murmuró con voz desfallecida, entrecortada por el castañeteo de sus dientes: -¿Qué me queréis? -¡Eso te pregunto yo! -respondió el ser desconocido, enlazando su brazo al de Gil Gil con familiaridad afectuosa. -¿Quién sois? -replicó el pobre zapatero, que se sintió morir al frío contacto de aquel brazo. -Soy la persona que buscas. -¡Quién!... ¿Yo?... ¡Yo no busco a nadie! -replicó Gil queriendo desasirse. -Pues ¿por qué me has llamado? -repuso aquella persona, estrechándole el brazo con mayor fuerza. -¡Ah!... Dejadme... -Tranquilízate, Gil, que no pienso hacerte daño alguno... -añadió el ser misterioso-. ¡Ven! Tú tiemblas de hambre y de frío... Allí veo una hostería abierta, en la que cabalmente tengo que hacer esta noche... Entremos y tomarás algo. -Bien...; pero ¿quién sois? -preguntó de nuevo Gil Gil, cuya curiosidad empezaba a sobreponerse a los demás sentimientos.
-Ya te lo dije al llegar: somos amigos... ¡Y cuenta que tú eres el único a quien doy este nombre sobre la tierra! ¡Úneme a ti el remordimiento!... Yo he sido la causa de todos tus infortunios. -No os conozco... -replicó el zapatero. -¡Sin embargo, he entrado en tu casa muchas veces! Por mí quedaste sin madre al tiempo de nacer; yo fui causa de la apoplejía que mató a Juan Gil; yo te arrojé del palacio de Rionuevo; yo asesiné un domingo a tu vieja compañera de casa; yo, en fin, te puse en el bolsillo ese bote de ácido sulfúrico... Gil Gil tembló como un azogado; sintió que la raíz del cabello se le clavaba en el cráneo, y creyó que sus músculos crispados se rompían. -¡Eres el demonio! -exclamó con indecible miedo.
-¡Niño! -contestó la enlutada persona en son de amable censura-. ¿De dónde sacas eso? ¡Yo soy algo más y mejor que el triste ser que nombras! -¿Quién eres, pues? -Entremos en la hostería y lo sabrás. Gil entró apresuradamente; puso al desconocido ser delante del humilde farol que alumbraba el aposento, lo miró con avidez inmensa... Érase una persona como de treinta y tres años, alta, hermosa, pálida, vestida con una larga túnica y una capa negra, y cuyos luengos cabellos cubría un gorro frigio, también de luto. No tenía ni asomos de barba, y, sin embargo, no parecía mujer. Tampoco parecía hombre, a pesar de lo viril y enérgico de su semblante. Lo que realmente parecía era un ser humano sin sexo, un cuerpo sin alma, o más bien un alma sin cuerpo mortal determinado. Dijérase que era una negación de personalidad. Sus ojos no tenían resplandor alguno. Recordaban la negrura de las tinieblas.
Eran, sí, unos ojos de sombra, unos ojos de luto, unos ojos muertos... Pero tan apacibles, tan inofensivos, tan profundos en su mudez, que no se podía apartar la vista de ellos. Atraían como el mar; fascinaban como un abismo sin fondo; consolaban como el olvido. Así fue que Gil Gil, a poco que fijó los suyos en aquellos ojos inanimados, sintió que un velo negro lo envolvía, que el orbe tornaba al caos y que el ruido del mundo era como el de una tempestad que se lleva el aire... Entonces, aquel ser misterioso dijo estas tremendas palabras: -Yo soy la Muerte, amigo mío... Yo soy la Muerte, y Dios es quien me envía... ¡Dios, que te tiene reservado un glorioso lugar en el cielo! Cinco veces he causado tu desventura, y yo, la deidad implacable, te he tenido compasión. Cuando Dios me ordenó esta noche llevar ante su tribunal tu alma impía, le rogué que me confiase tu existencia y me dejase vivir a tu lado algún tiempo, ofreciéndole entregarle al cabo tu espíritu limpio de culpas y digno de su gloria.
El Cielo no ha sido sordo a mi súplica. ¡Tú eres, pues, el primer mortal a quien me he acercado sin que su cuerpo se torne fría ceniza! ¡Tú eres mi único amigo! Oye ahora, y aprende el camino de tu dicha y de tu salvación eterna. Al llegar aquí la Muerte, Gil Gil murmuró una palabra casi ininteligible. -Te he comprendido... -replicó la Muerte-. Me hablas de Elena de Monteclaro. -¡Sí! -respondió el joven. -¡Te juro que no la estrecharán otros brazos que los tuyos o los míos! ¡Y, además, te repito que he de darte la felicidad en este mundo y la del otro! Para ello bastará con lo siguiente: Yo, amigo mío, no soy la Omnipotencia... ¡Mi poder es muy limitado, muy triste! Yo no tengo la facultad de crear.
Mi ciencia se reduce a destruir. Sin embargo -Buscad esos papeles, señor duque -dijo Gil Gil-, y hacedme la merced de hablar con Elena. -¡Venid, señor doctor, venid! El Rey se muere... -exclamó don Miguel de Guerra interrumpiendo al Amigo de la Muerte. -Seguidme, señor duque... -dijo el joven con gran respeto-. Han dado las doce, y puedo comunicaros una noticia muy importante, no sé si buena o mala.
Esto es: puedo deciros si Luis I morirá o no morirá durante el día que principia en este momento. En efecto; ya había empezado el día 31 de agosto, en que Luis I debía entregar su espíritu al Criador. Gil Gil tuvo la certeza de ello al ver que la Muerte se hallaba de pie, en medio de la cámara, con los ojos fijos en el regio enfermo. -Hoy muere el Rey... -dijo Gil Gil al oído de Monteclaro-. Esta noticia es el regalo de boda que hago a Elena. Si conocéis el valor de tal regalo, guardadlo en secreto, y sírvaos de regla de conducta con Felipe V. -Elena está prometida a otro... -replicó el duque. -El sobrino de la condesa de Rionuevo ha muerto esta tarde -interrumpió Gil Gil. -¡Oh! ¿Qué es esto que nos pasa? -exclamó el duque-. ¿Quién eres tú, a quien yo conocí niño, y que ahora me espantas con tu poder y tu ciencia? -La Reina os llama... -dijo en este momento una dama al duque de Monteclaro, el cual permanecía absorto.
Aquella dama era Elena. El duque se acercó a la Reina, dejando solos en medio de la cámara a los dos amantes. No solos, pues a tres pasos de ellos estaba la Muerte. Elena y Gil Gil quedaron de pie mirándose, sin acertar a decirse una palabra, como asustados de verse, como si temieran que su mutua presencia fuese un sueño del que despertarían al tenderse la mano o al lanzar el más leve suspiro. Ya otra vez, aquella tarde, al encontrarse en aquel mismo sitio, ambos experimentaron, en medio de su inefable alegría, cierta secreta angustia, semejante a la que sentirían dos amigos que, al cabo de mucho tiempo de total ausencia, se reconociesen en una cárcel, al clarear el día del suplicio, cómplices sin saberlo de un delito fatal o víctimas ambos de idéntica persecución...
También pudiera decirse que el doloroso júbilo con que se reconocieron Gil y Elena fue semejante al amargo placer con que el cadáver de un marido celoso (si los cadáveres sintiesen) sonreiría dentro de la tumba al oír abrir una noche la puerta del cementerio y comprender que era el cadáver de su esposa el que llevaban a enterrar... «-¡Ya estás aquí! -diría el pobre muerto-; ¡ya estás aquí!... Hace cuatro años que cuento solo las noches y los días, pensando en lo que harías en el mundo, tú, tan hermosa y tan ingrata, que te quitarías el luto al año de mi muerte. ¡Mucho has tardado!... Pero ya estás aquí. Si entre nosotros no es ya posible el amor, en cambio tampoco son posibles las infidelidades, y muchísimo menos el olvido... ¡Nos pertenecemos negativamente! Aunque nada nos une, estamos unidos, puesto que nada nos separa.
A los celos, a la incertidumbre, a las zozobras de la vida ha sustituido una eternidad de amor o de recuerdos. ¡Todo te lo perdono!» Estas ideas, si bien dulcificadas un tanto por la suavidad de los caracteres de Gil y Elena, por la inocencia de ella, por la alta inteligencia de él y por la elevada virtud de ambos, lucían en el alma de los dos amantes como fúnebres antorchas, a cuya luz veían un porvenir ilimitado de pacífico amor, que nadie podría turbar ni destruir, a menos que todo lo que les pasaba fuese un fugitivo sueño. Miráronse, pues, mucho tiempo con fanática idolatría.
Los ojos azules de Elena se abismaban en los oscuros ojos de Gil Gil, como el alto cielo envía inútilmente sus claridades a las tinieblas de nuestras noches, mientras que los ojos negros de Gil Gil se perdían en la insondable diafanidad de los celestes purísimos ojos de Elena, como la vista y la idea, y hasta el sentimiento, se fatigan inútilmente cuando miden la inmensidad de los espacios infinitos.
Así hubieran permanecido no sabemos cuánto tiempo, creemos que toda la eternidad, si la Muerte no hubiera llamado la atención a Gil Gil. -¿Qué me quieres? -murmuró el joven. -¿Qué he de querer? -respondió la Muerte-. ¡Que no la mires más! -¡Ah! ¡Tú la amas! -exclamó Gil con indecible angustia. -Sí... -contestó la Muerte con dulzura. -¡Piensas arrebatármela! -¡No! Pienso unirte a ella. -Un día me dijiste que no la estrecharían otros brazos que los tuyos o los míos... -murmuró Gil Gil con desesperación-. ¿De quién va a ser antes? ¿Mía o tuya? ¡Dímelo! -¡Tienes celos de mí! -¡Haces mal!... -replicó la Muerte. -¿De quién va a ser antes? -repitió el joven cogiendo las heladas manos de su amigo. -No te puedo responder. Dios, tú y yo, nos la disputamos... Pero no somos incompatibles. -¡Dime que no piensas matarla!... ¡Dime que me unirás a ella en este mundo!... -¡En este mundo! -
Ya cuando el Guerrero se encontraba en sus últimas horas de vida, le dijo a su hijo, el más pequeño de todos, que para él era el cófre que se encontraba sobre la chimenea. Una cajita de madera tallada por artesanos antiguos que dedicaban la mayor parte del tiempo a darle el detalle que convertiría esos objetos en hermosos recuerdos, valiosos por sí mismos. Pero el guerrero sabía que lo valioso no era el cófre, sabía que dentro estaban las respuestas. Aquellas respuestas que sus hijos deseaban desde hacía mucho tiempo, porqué hace mucho tiempo fué que el guerrero comenzó a verse derrotado por aquello que no se vé, pero que lastima tu interior y te consume.
-Ródel- dijo el guerrero -dentro de poco, tú cumplirás la edad en la que a los hombres se les honra con la espada propia y cuando ese momento llegue, tu padre no estará para felicitarte- Esto lo decía el guerrero con el dolor de un padre que no podrá seguir cuidando de su familia, pero con el orgullo de saber que había educado bien a los suyos - Ródel - continuó el guerrero - Una espada es el símbolo de tu fuerza, es el reflejo de tu poder, con ella lucharás por los más bellos ideales y liberarás pueblos enteros, así como tu padre lo hiciera algún tiempo atrás.
Ródel se acercó a la cama donde su padre se encontraba reposando, con esa mirada firme y la barba blanca larga que lo caracterizára durante toda su vida de luchas. Parecía una mentira, aquel hombre tan fuerte y tan lleno de vida, estaba muriendo, su padre estaba por partir. Ródel logró contener las lágrimas que estaban por derramarse.
Pero hijo mío, si llorar es lo que quieres, hazlo. No por ser hombre debes contener sentimiento tan profundo y tan humano. Llora, y si debes hacerlo, que sea desde el fondo de tu corazón desde donde llores, ya que así estarás limpiando tu alma, tu corazón y tu interior no guardará ningún rencór jamás. Pero sobre todo, Ródel, por sobre todas las cosas, jamás le niegues esa lágrima a la persona que ames, muy posiblemente sea la gota que regará el gran árbol que, en el cielo, estará comenzando a crecer.-
-Lo siento padre, no fingiré más que no me duele ésta despedida- dijo Ródel dejando caer las lágrimas que hace un momento contuviera - Es solo que no comprendo como un hombre tan fuerte y magnánimo como tú está agonizando ahora y no aquél que creíamos herido de muerte cuando tu espada lo atravesó - continuaba Ródel hablando, pero ahora con un tono de voz que se asemejaba al desprecio.
- Hijo mío, mi pequeño guardían, siempre fuiste el más inteligente de tus hermanos y también al que más envidiaron, por eso ahora que han tomado un camino diferente al nuestro, es necesario que los ayudes a recuperar su camino, su vista se ha nublado y ya no pueden continuar por una senda que no ven, ayúdalos Ródel, ayúdalos-
Cada palabra que salía de la boca del guerrero dejaba ver que pronto el aliento abandonaría aquel cuerpo y de ésto era consiente el guerrero. Con una seña, indicó a Ródel que deseaba tener el cofre en sus manos, y su hijo, sin tardanza lo colocó ahí donde su padre lo pidiera. De él, sacó una piedra azul que tenía la forma de una llama. Ródel no podía explicárselo, pero al contemplarla podía sentir como la flama estaba viva, parecía que en cualquier momento le quemaría la mano a su padre y se extinguiría.-Ésta es la piedra que los tres reyes dieran antaño a nuestros antepasados con la esperanza de que algún día serviría en la lucha contra aquellos que lleven destrucción al mundo. Tómala, te pertenece, desde siempre fuiste tu quién debería tenerla, tu destino será grande Ródel y contigo terminará la Guerra Larga, te quiero, hijo mío, mi pequeño, mi Ródel-
Y así el guerrero dejó salir el último viento que de vida tenía su cuerpo. El guerrero ha muerto, aquel que con gran destreza y valentía luchara en las batallas que significarían para el enemigo ver diezmadas sus tropas y retirarse con gran humillación al Sur de la gran tierra de Ghjol. Pero que es la muerte, sino el comienzo de un camino más allá de éstas tierras, dónde las aves cantan suvemente y el viento nos acaricia el rostro. Así comenzó su camino por estos lugares el guerrero, dejando a su hijo meditando sobre el significado de cada palabra pronunciada, acerca del futuro, acerca de si en algún momento, el pequeño Ródel sería tan digno de llegar a donde su padre estaría esperándolo.
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